martes, 19 de enero de 2010

Eucaristía y la Virgen María - Benedicto XVI

Eucaristía y la Virgen María
Benedicto XVI



La relación entre la Eucaristía y cada sacramento, y el significado escatológico de los santos Misterios, ofrecen en su conjunto el perfil de la vida cristiana, llamada a ser en todo momento culto espiritual, ofrenda de sí misma agradable a Dios. Y si bien es cierto que todos nosotros estamos todavía en camino hacia el pleno cumplimiento de nuestra esperanza, esto no quita que se pueda reconocer ya ahora, con gratitud, que todo lo que Dios nos ha dado encuentra realización perfecta en la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra: su Asunción al cielo en cuerpo y alma es para nosotros un signo de esperanza segura, ya que, como peregrinos en el tiempo, nos indica la meta escatológica que el sacramento de la Eucaristía nos hace pregustar ya desde ahora.

En María Santísima vemos también perfectamente realizado el modo sacramental con que Dios, en su iniciativa salvadora, se acerca e implica a la criatura humana. María de Nazaret, desde la Anunciación a Pentecostés, aparece como la persona cuya libertad está totalmente disponible a la voluntad de Dios. Su Inmaculada Concepción se manifiesta claramente en la docilidad incondicional a la Palabra divina. La fe obediente es la forma que asume su vida en cada instante ante la acción de Dios. La Virgen, siempre a la escucha, vive en plena sintonía con la voluntad divina; conserva en su corazón las palabras que le vienen de Dios y, formando con ellas como un mosaico, aprende a comprenderlas más a fondo (cf. Lc 2,19.51). María es la gran creyente que, llena de confianza, se pone en las manos de Dios, abandonándose a su voluntad. Este misterio se intensifica hasta a llegar a la total implicación en la misión redentora de Jesús. Como afirmó el Concilio Vaticano II, « la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie (cf. Jn 19,25), sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima. Finalmente, Jesucristo, agonizando en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: Mujer, ahí tienes a tu hijo ». Desde la Anunciación hasta la Cruz, María es aquélla que acoge la Palabra que se hizo carne en ella y que enmudece en el silencio de la muerte. Finalmente, ella es quien recibe en sus brazos el cuerpo entregado, ya exánime, de Aquél que de verdad ha amado a los suyos « hasta el extremo » (Jn 13,1).

Por esto, cada vez que en la Liturgia eucarística nos acercamos al Cuerpo y Sangre de Cristo, nos dirigimos también a Ella que, adhiriéndose plenamente al sacrificio de Cristo, lo ha acogido para toda la Iglesia. Los Padres sinodales han afirmado que « María inaugura la participación de la Iglesia en el sacrificio del Redentor ». Ella es la Inmaculada que acoge incondicionalmente el don de Dios y, de esa manera, se asocia a la obra de la salvación. María de Nazaret, icono de la Iglesia naciente, es el modelo de cómo cada uno de nosotros está llamado a recibir el don que Jesús hace de sí mismo en la Eucaristía.


(Exhortación Apostólica Postsinodal Sacramentum Caritatis sobre la Eucaristía, Fuente y Culmen de la Vida y de la Misión de la Iglesia, 33)




martes, 12 de enero de 2010

Meditar con María los misterios de la vida de su Hijo - Juan Pablo II

Meditar con María los misterios de la vida de su Hijo
Juan Pablo II


El Rosario de la Virgen María, difundido gradualmente en el segundo Milenio bajo el soplo del Espíritu de Dios, es una oración apreciada por numerosos Santos y fomentada por el Magisterio. En su sencillez y profundidad, sigue siendo también en este tercer Milenio apenas iniciado una oración de gran significado, destinada a producir frutos de santidad. Se encuadra bien en el camino espiritual de un cristianismo que, después de dos mil años, no ha perdido nada de la novedad de los orígenes, y se siente empujado por el Espíritu de Dios a «remar mar adentro» (duc in altum!), para anunciar, más aún, 'proclamar' a Cristo al mundo como Señor y Salvador, «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn14, 6), el «fin de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización».

El Rosario, aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración centrada en la Cristología. En la sobriedad de sus partes, concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio. En él resuena la oración de María, su perenne Magnificat por la obra de la Encarnación redentora en su seno virginal. Con él, el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor.



Juan Pablo II
(Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, sobre El Santo Rosario, 1)




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